Hecha para ser vista
Les confieso que todavía a mis 23 años era una niña encerrada en el clóset. Y no era para menos. Al igual que muchas otras mujeres, fui criada para encontrar la manera de acomodar los escaparates sociales por encima de mis preferencias. Todo iba primero: la moral, mi familia, el qué dirán, mis valores y por supuesto, Dios. ¿Qué iba a opinar Dios de mis desvíos hacia el otro “bando”? Al menos, por ese momento, esa Rayze solo vivía en mis ominosas fantasías y de ahí no se escaparía (o eso pensaba). Así que, comencé a disfrazarme de la heteronormativa social. Como mis dates siempre eran hombres, me entrené para imitar todos los personajes que conocía. Con algunos fingí ser la modelo y aprendí a maquillar muy bien mis inseguridades; Con otros, fui la niña tímida y me vi en la obligación de modular el tono de mi simpatía (fácil confundido con coqueteo); Con tantos otros, jugué a ser la estudiante para regalar mi atención y silenciar mis opiniones (que en muchas ocasiones no eran tan bienvenidas); Y obvio, también fui la espontánea que falsificaba estar conforme con dos o tres conversaciones escuetas para pasar al sexo. Creo que todas las mujeres, en alguna faceta de nuestras vidas, hemos escondido quién realmente somos para complacer los estereotipos que satisfacen a los hombres. Con esto dicho, no quiero que se malinterprete el propósito de este desahogo. Esto no es un manifesto para poner a los hombres por el piso, al contrario, es una oda a las mujeres. Pero sin el contexto, no hay historia, ¿no?
Hasta que la conocí a ella. Enfrentaba un breakdown de soltería justo cuando el papá de mis niños me dijera por ver número 500 que ya no me amaba. Esa era su justificación para tener libre acceso a probar otros cuerpos sin sentirse culpable y luego, retornar a mí. Para añadir a la crisis, me había quedado sin trabajo. Pero habían dos bocas esperando en casa para ser alimentadas y me zumbé al primero que me escogieran. Resultó ser un restaurante en donde iba a desempeñarme como bartender. Ella me dio el training. Desde que la vi, algo se encendió. No sé si fue su tierna y lacia colita de caballo que hacía juego con el caminar de sus caderas o su sonrisa siempre tan accesible, tan necesaria... No sé, pero caí. En silencio. Me fui percatando que cada vez que sonreía, halaba mis comisuras. Que cada vez que me miraba de reojo, como estudiando mis gestos, los nervios me hacían cosquillas y me debilitaba toda. Que cada vez que la tenía a pulgadas de distancia, su poder hacía que todo se me cayera de las manos, que se me enredara la lengua y que mis ojos se vistiesen de brillo. Desde el primer día sabía que me gustaba, pero también tenía la certeza de que yo no contaba con la llave para abrir ese armario.
El asunto de ser bartender se volvió un poco complicado. Peco de servirle extra alcohol a los clientes y jamás en la vida iba a saber lo que era un shot de B-52. Pero gracias al destino, cuando me hicieron esa petición, ella estaba a mi lado y me salvó (como tantas otras veces). Mientras me explicaba meticulosamente cómo el baileys, el licor de café y el Grand Manier hacen perfecta armonía sin mezclarse y yo por un lado, moría de entusiasmo y ansiedad al mismo tiempo, me distrajo rozándome las manos hasta que, muy cuidadosa, trajo a la luz la conversación prohibida:
—Entonces, ¿eres straight?
—Bueno, hasta ahora sí.
—Pero, ¿te gustan las mujeres?
—Ay, qué se yo, yo no sé.
—¿Te gusto yo?
Casi vomito el sorbo del shot que me robé para tragar los nervios. Me extrajo una pavera que delató mi pasme (clásico de las newbies lesbianas), río conmigo y me invitó a darnos unas cervezas después del turno. Su determinación y honestidad. Las primeras características que admiré de esa hermosa mujer.
La luna llena de paisaje nos permitió crear una burbuja que nos despegaba del resto. Esa noche, conocí la satisfacción de que alguien me escuchase de verdad. Nunca había recibido tanta atención de alguien que no fueran mis amigas y que pa’ joder, me gustara tanto. Ella se convirtió en oído y su apertura me invitó a desahogar los pesares que me tenían anclada al pasado. En pocas horas, sentí la confianza de hablarle sobre mi niñez, mi crianza, mis deseos, mis frustraciones, la maternidad, mis exes, qué pensaba de la política, qué opinaba de la existencia, qué me hacía reír, qué me hacía llorar, porqué odiaba ser mesera y porqué nunca había apalabrado que en efecto, me gustan las mujeres. Se los juro: fue la primera vez que me sentí tan querida, tan confiada, tan segura. Tanto así, que la agarré de la mano y no la solté.
En tres meses, esta mujer condensó la vida y cambió la perspectiva que tenía sobre mí. Detalle que hoy debo agradecer porque es ese, el primer paso que todas debemos tomar hacia el camino del empoderamiento. Debo decir que lo más que aprecié fue su compañía. Me regaló la paz de ser yo en todo momento y no tener que preocuparme por cambiar de personalidad para caerle bien o encajar con sus convicciones. Hablábamos, debatíamos y reflexionábamos hasta que las estrellas nos arropararan. Recuerdo la calma que sentía al acomodarme bajo sus brazos sombrilla y permitirme ser mimada, sobada, consentida por vez primera. Todo lo que yo siempre había dado a otras personas, ella me lo devolvió en esos 91 días a su lado. Durante ese tiempo reinamos juntas. Salíamos a lugares públicos agarradas de la mano, nos besábamos sabiendo que miradas ajenas nos juzgaban, cenábamos juntas, bailábamos pegaditas... Fue un desafío pero quienes saben, saben el deleite que brinda el poder de que no te importe un carajo lo que piensen los demás. Y que después de experimentar esa rica satisfacción, no hay vuelta atrás.
Hoy reflexiono y me digo: ¿Cómo no voy a enamorarme de las mujeres? Las mujeres son misteriosamente perfectas. Tienen la habilidad de ser fuertes, empáticas y tiernas al mismo tiempo. Una mujer me dio la vida, una mujer me alimentó, una mujer me hizo ser madre y esta mujer... Esta mujer no sólo fue quién abrió mi clóset, fue quién me enseñó a romper la cerradura que me privaba de vivir. Y aunque nunca se nos dio la eternidad juntas como pareja y ahora solo somos amigas, puedo decir que gracias a ella comencé a dejar los disfraces colgados y a desnudarme ante el mundo. Entendí que mi moral no se limita a las de los demás, que mi familia no son yo, que si hay un Dios que nos vigila, tendría que estar orgulloso de que encontré la libertad. Fue una mujer quién me enseñó a sentirme más rica, más jayada y a abrazar el manjar que trae el ser de ambos “bandos” (inserta emoji de guiño aquí).
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones, le expresé el temor que tenía de que alguien nos viera, especialmente, aquellas personas que me conocían pero que no sabían de esta faceta de mi vida. Le prometí poner de mi parte para junto a ella, romper con las ataduras que me limitaban y hacerle honor a su presencia. Esta maestra maravillosa me contestó algo que al sol de hoy no olvido: Con el tiempo entenderás que así como eres, estás hecha para ser vista. Y, ¿sabes qué? ¡Tú también!
Comments
Noelia said:
¡Que bello estooooo!!!!
Paola said:
Amo!!!
Koki said:
Que lindo poder sentirnos libres de amar sin vergüenza y déjanos ver tal y como somos! Eres inspiración.
Lizbeth Mora said:
Wow! Súper identificada con este escrito. Me encanta como lo apalabras. Me hace sentir que no estoy sola. Gracias!!!!<3
Alejo said:
¿Rica? ¡Riquísima, vevé! Eres inspiración, Rayze. Nos llevas contigo, momento a momento, en tus relatos. ¡Qué bella forma de contar!
Lyanne said:
Me encantaaaaa. Amo cuando dejas toda tu piel tirada y decides encarnar por completo tu realidad y vivir como debe ser libre y feliz, sin dañar a nadie.
NZ said:
¡Amé! Por más historias como estás 👏🏽👍🏽